ELLA
Noche cerrada. Al llegar a destino, bajamos del taxi que
nos trajo del aeropuerto distante a pocos kilómetros. En ese instante sentí una
sensación extraña. Con la maleta en una mano y el bolso en la otra, miré
alrededor consciente de que alguien me estaba mirando; volví a mirar. No, nadie
estaba observándome, la calle estaba solitaria. Subimos al apartamento que
teníamos reservado y dejamos las maletas en las habitaciones sin deshacer el
equipaje ya que alguien propuso, no recuerdo quien, bajar a tomar algo antes de acostarse. Así lo
hicimos, salimos y fuimos caminando hasta El Caballo Blanco, mi primer café. Durante
ese tramo mi inquietud y desasosiego fueron en aumento, casi sentía pánico a pesar de mi carácter sereno, algo
estaba pasando y lo desconocía, pero lo sabía. Regresamos, deshicimos equipaje
y nos acostamos; mi sueño estaba ausente, adiviné una noche en blanco, mi sexto
sentido me avisaba de que algo había ocurrido o estaba a punto de ocurrir.
Pasaron las horas y a las 6,45 de la mañana me levanté, tras una ligera
ducha y con sigilo salí del apartamento. Caminé con ritmo
precipitado hacia donde debería estar la playa, llegué pronto, poco más de 150
metros me separaba.
Han pasado muchos años desde aquel amanecer, pero está
fresco mi recuerdo como pez en anzuelo.
Allí estaba, al fondo de la playa, a la derecha,
majestuosa, rotunda, altiva; los rayos
del amanecer se reflejaban rojizos en sus cabellos. Así, de pronto comprendí
que ELLA era el motivo de mi agitación desde que había llegado la noche
anterior. En aquel momento y en aquella playa, aquel amanecer supuso el comienzo
de una relación mágica, esotérica, con sensaciones que el paso del tiempo ha ido consolidando.
A mi llegada, el
Cometa Halley, se estaba alejando y no regresaría hasta dentro de 76 años. No quería perderme
el suceso. Creí que era un buen momento, una buena disculpa para acercarme a
ELLA y compartir una noche con el cometa como testigo. Eso creía, dicho y
hecho: casi un mes después me preparé ropa adecuada, una pequeña mochila con lo
suficiente y al atardecer me fui acercando apresuradamente al principio, pausada
y cansinamente al final. En la lejanía, ELLA, vio como me acercaba, me noté
extraño, mis sienes comenzaron a sentir unos latidos intensos, tragué saliva y
el último tramo me costó horrores. Con una timidez impropia me senté a su lado,
casi a su lado y permanecí en silencio, al principio incómodo, después me quedé
atónito. Nunca había visto un atardecer tan impactante, de una belleza
increíble: el Teide a mi derecha marcaba el hito de la isla, más hacia el Oeste,
El Roque del Conde, resplandecía como una llamarada…. ¡uffff, que instantes
aquellos! Por un momento me acordé de un atardecer que había visto mucho tiempo
atrás “na illa do Medio, a Do Faro” en las Cíes, enfrente a Vigo y mis
acampadas en el arenal Da Praia de Rodas.
Aquello pasó, al igual que los años, inexorable como la
arena por la cintura de un reloj. Siempre que regreso de patear al anochecer,
cuando entro en la playa de La Tejita, percibo su contorno al fondo y siempre
noto que me ha visto. A esa hora solo
compartimos la playa, la inmensidad del mar, ELLA y yo. Tantos años, tanta
presencia constante, tanto saber de mí y yo de ELLA, me dieron las fuerzas y la
valentía necesarias para repetir aquella experiencia que después de 27 años no
había vuelto a suceder.
Dos semanas atrás, haciéndolo coincidir con la Luna en
retirada total, me preparé bien pertrechado. Ahora me acompañaba un móvil de
última generación con una luz que llegado el caso podría ser de utilidad. Mis años de caminatas
y el conocimiento del entorno me sirvieron para encaminarme a su encuentro, ya
de noche cerrada. Me lo tomé con calma, era consciente de que a medida que me
fuese acercando, ELLA, lo sabría. A poco más de la mitad del ascenso volví a
percibir aquella sensación tan lejana en el tiempo: mis latidos pasaron de las
sienes al corazón, al menos era lo que notaba con más intensidad. Continué
avanzando despacio ya que un dolor intenso se reflejaba en los parietales.
He de reconocer
que sentí miedo.
Un vértigo
inexplicable, al llegar a su altura, pasó a ser mareo. Me precipité al suelo y
quedé ajustado a un rincón al borde de una roca y a centímetros del acantilado
justo al límite. Del mareo pasé a un estado somnoliento, casi inconsciente, los
sentidos en alerta y el corazón sometido a estrés. Mi cuerpo estaba fabricando
ácido láctico, como si de un esfuerzo extremo se tratase. Sentía, en la vertical del abismo, voces
lejanas que no entendía, rumores como lamentos, creí ver luces fosforescentes,
como aquellos fuegos fatuos que recuerdo de niño en la noche de un cementerio.
Todo ello provenía de un lugar a mitad pared, como de una gruta que existiera
en la vertical del acantilado. Sudor en todo el cuerpo, tiritaba, no estaba dormido, no estaba despierto, no
estaba. Me pareció escuchar al borde gritos de enamorado ajeno a la vida. De
pronto sucedió, recuperé parte de la consciencia e intenté girarme, cuando de
súbito, a mi espalda, como la negra sombra, algo o alguien se me estaba
acercando. Me giré con todas mis fuerzas. El espanto me vino al rostro. Solo
pude gritar ¿cómo es posible? Si ELLA...
17-11-2014
Publicado en El Digital de Tenerife Sur
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Moncho Rouco@ondanuevaradio.com
Moncho.otaboleiro@gmail.com
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